martes, 25 de septiembre de 2012

LA PARTIDA

Había llegado el lunes, y amanecía con cielo plomizo. El aire a ras del suelo seguía caliente, igual que había estado toda la noche anterior. La ciudad, en el primer día de otoño, y después de las fiestas, se despertaba con pereza; poco ruido de coches y escasos peatones por las calles, como si todos pensasen que resistiendo unos minutos más conseguirían retener el verano que se marchaba.

El viajero contemplaba todo esto desde la ventana de su pensión, a través de la ventana entornada, por la que entraba una brisa cálida. La maleta estaba preparada, puesta sobre la cama apenas deshecha, pero todavía tenía el cierre abierto. El viajero, mientras miraba  a la calle, sostenía en una mano un cigarrillo encendido, a pesar de la prohibición de fumar en la habitación, y en la otra, su izquierda, cogía un retrato por el marco.

El viajero suspiró y posó el retrato sobre la mesa que estaba al lado de la ventana. Tomó un lápiz y se inclinó para escribir en una libreta que también estaba posada en la mesa, abierta por una página escrita por la mitad. Empezó a escribir, pero dudó y se detuvo un momento, pensando. Su rostro, de expresión seria, no revelaba ninguna emoción en especial; solo sus movimientos indicaban que había llegado el momento.

Al final se decidió; tachó la frase que había empezado a escribir, rayando después la parte de la hoja que estaba en blanco. Luego arrancó la hoja y la dejó sobre la mesa. Tiró el cigarrillo por la ventana y guardó la libreta y el lápiz en la maleta, cerrándola después. Se puso el impermeable, tomó un paraguas, la maleta, y abrió la puerta para irse. En la calle ya empezaba a llover.

Todavía se dio la vuelta un momento. El retrato y la hoja de papel quedaban en la mesa. El rostro del retrato le miraba con una media sonrisa irónica y cortés. La hoja de papel, sujeta por el marco de la foto, se movía con el aire que entraba por la ventana. La última frase escrita había sido leída muchos años antes, en una época en la que el viajero no sabía el significado que iba a tener:

"Fue el tiempo que pasaste con tu rosa lo que la hizo tan importante."

El viajero giró la cabeza, salió de la habitación y cerró.

lunes, 10 de septiembre de 2012

JUGUETES USADOS

Suspiró, mirando al mar, mientras volvía a sentarse en el poyete del Muro. Ya se levantaba el Nordeste, que agitaba los lados del mantel extendido en el suelo, donde ella tenía expuesta su mercancía; muñecas de colección, con muchos años encima, pero en perfecto uso. Vestiditos y accesorios conservados como nuevos. Ropa infantil usada, pero en muy buen estado. Llevaba ya dos horas sentada allí, con su improvisado puesto de venta, y se sentía algo cansada. No tanto por el esfuerzo físico, al fin y al cabo allí se estaba muy bien, sino por el de vencer a la vergüenza. 


Y no era la vergüenza de que la viera alguien. Ni siquiera algún conocido; de estos, además, ya le quedaban muy pocos. Era la sensación de que estaba traspasando una línea que, pensaba, nunca se debería cruzar. La linea de poner en venta los afectos, los recuerdos. Cada objeto que yacía a sus pies había sido protagonista de muchos juegos, partícipe de muchas lecturas, y cómplice de infinitas ternuras. Las niñas y los niños que los habían disfrutado se habían marchado ya; primero los años, y luego la distancia, se los habían llevado lejos.


Y llegó la necesidad de desprenderse de los recuerdos, ya no sabía muy bien por qué. Pequeñas deudas, algún mínimo capricho que empezaba a convertirse en necesidad para una persona sola. Surgió entonces la idea de vender al mejor postor a los testigos de tantas emociones, tantas noches de Reyes en vela, tantos cumpleaños. Todavía quedaba la memoria, se consolaba; mientras hubiera memoria, aquel pasado feliz permanecería.

Mientras hubiera memoria. ¿Por cuánto tiempo la habría? Le invadió la desazón, la sensación de estar llegando al final del camino. Y una lágrima empezó a pugnar por salir del ojo que miraba al mar, sereno y triste. Entonces, tres sombras taparon la luz del sol que caía sobre el puesto. La señora levantó la vista; ni siquiera les había visto llegar.

Eran un padre y sus hijos; él era un hombre de edad intermedia, ni joven ni viejo. Era alto y de complexión atlética; tenía un cierto aire militar, cuello ancho y pelo corto. Vestía al descuido, vaqueros, camiseta con alguna frase en inglés y zapatillas deportivas. Llevaba un bolso en bandolera. El estilo de los chavales de hoy, pensó. De los pequeños que habían usado aquellos juguetes, muchos años atrás. Los niños miraban la mercancía entre curiosos y tímidos, pegados a las piernas de su padre. La niña, la mayor, se mordía las uñas; el hombre le apartó cariñosamente la mano de la boca. El niño alternaba miradas sonrientes con giros de la cabeza, para  ocultar la cara a la vista de los extraños.

La niña miraba una muñeca de cara redonda, cubierta con un vestido blanco y amarillo. Sujetando la melena negra, una diadema de lunares en los mismos colores. Era la preferida de la colección. El niño, mientras tanto, ya había cogido un perrito de peluche con grandes orejas, de color marrón canela. El peluche que los niños mas pequeños de su casa, cuando la señora era mas joven, usaban para dormir sin miedo por la noche.

"¿Podemos quedárnoslos, papi?" Preguntó la niña, mientras el niño, sin soltar el perro, miraba fijamente hacia arriba. El padre no decía nada; miraba a la señora, miraba su gesto apenas perceptible, el brillo en su mirada al contemplar aquellos dos juguetes. Lentamente, hurgó en su bolso, sacando su cartera, y extrajo un billete, sin apartar la vista de ella, en una mirada seria pero cálida.

"Están en muy buen estado", dijo al fin. "Nos llevamos los dos". Los niños, muy contentos, abrazaron los juguetes. La niña acunaba la muñeca, mientras decía: "La voy a poner en la cabecera de la cama, papá. Va a ser mi preferida." La señora, mientras tanto, metió la mano en el bolso para sacar la vuelta, pero el hombre la detuvo con un gesto de la mano. En su boca había una sonrisa.

"Los cuidarán bien" dijo, y empezó a andar, seguido de sus pequeños. La señora le miró por última vez mientras asentía levemente con la cabeza. Luego dejó de ver como se alejaban, miró otra vez al frente y, ahora si, la lágrima salió, descendiendo despacio por la mejilla hasta la leve sonrisa que, también a ella, se la había dibujado. Si tenía que ser, que fuera así, se dijo. Al menos ya no eran rescoldos de una vida pasada, ya que volverían a alegrar una habitación, unos ojos infantiles Permanecerían de verdad en la memoria; en la de un niño, un padre, una madre o unos abuelos. Al menos todo continuaba; al menos, cuando ella se fuera, alguien, fuese quien fuese, miraría con su misma mirada aquellos regalos tan preciosos.




jueves, 6 de septiembre de 2012

TRISTEZA

En cuanto abres una cuenta en Facebook empiezas a recibir cantidad de mensajes con historias de superación, de valentía, de esfuerzo; personas que superan terribles enfermedades, operaciones a vida o muerte, amputaciones, la ruina, la guerra, sucesiones de pérdidas irreparables en muy poco tiempo; gente que saca a sus hijos adelante casi sin medios, y los lleva a hacerse millonarios, que muere por ellos, que les da un riñón, o un pulmón. Seres humanos que, sin razón aparente, y sin ninguna necesidad, hacen favores impagables a desconocidos. Luchan contra la tristeza.

También están los que fueron ricos y ahora no lo son, y llevan con dignidad su caída; empresarios que cierran después de pagar hasta el último euro a sus empleados, trabajadores que sudan hasta la última gota para mejorar, gran cantidad de gente que está viendo como la exprimen y sigue ocupándose de vivir, y de buscar felicidad, para ellos y para los suyos. Felices a pesar de todo.

Cristiano Ronaldo está triste. ¿Tiene derecho a estarlo? Por supuesto, el sentimiento es libre. Pero no se puede estar triste y cargar ese muerto a los demás. Porque él ha puesto tristes a los aficionados de su equipo, que, y no lo debería de olvidar, le pagan para que les alivie un rato sus penas, con goles y con alegría. Y por la tarifa que cobra, que cuesta un montón a cada sufrido abonado que colabora en pagarla, debería de dar un ejemplo mas positivo a esa gente; no es de recibo que les obligue a comulgar con su envidia, su egolatría, su avaricia y su maledicencia. Son ellos los que le pagan, y no le cuestionan para nada su esfuerzo como profesional. Qué no les chulee con sus sentimientos.