lunes, 10 de septiembre de 2012

JUGUETES USADOS

Suspiró, mirando al mar, mientras volvía a sentarse en el poyete del Muro. Ya se levantaba el Nordeste, que agitaba los lados del mantel extendido en el suelo, donde ella tenía expuesta su mercancía; muñecas de colección, con muchos años encima, pero en perfecto uso. Vestiditos y accesorios conservados como nuevos. Ropa infantil usada, pero en muy buen estado. Llevaba ya dos horas sentada allí, con su improvisado puesto de venta, y se sentía algo cansada. No tanto por el esfuerzo físico, al fin y al cabo allí se estaba muy bien, sino por el de vencer a la vergüenza. 


Y no era la vergüenza de que la viera alguien. Ni siquiera algún conocido; de estos, además, ya le quedaban muy pocos. Era la sensación de que estaba traspasando una línea que, pensaba, nunca se debería cruzar. La linea de poner en venta los afectos, los recuerdos. Cada objeto que yacía a sus pies había sido protagonista de muchos juegos, partícipe de muchas lecturas, y cómplice de infinitas ternuras. Las niñas y los niños que los habían disfrutado se habían marchado ya; primero los años, y luego la distancia, se los habían llevado lejos.


Y llegó la necesidad de desprenderse de los recuerdos, ya no sabía muy bien por qué. Pequeñas deudas, algún mínimo capricho que empezaba a convertirse en necesidad para una persona sola. Surgió entonces la idea de vender al mejor postor a los testigos de tantas emociones, tantas noches de Reyes en vela, tantos cumpleaños. Todavía quedaba la memoria, se consolaba; mientras hubiera memoria, aquel pasado feliz permanecería.

Mientras hubiera memoria. ¿Por cuánto tiempo la habría? Le invadió la desazón, la sensación de estar llegando al final del camino. Y una lágrima empezó a pugnar por salir del ojo que miraba al mar, sereno y triste. Entonces, tres sombras taparon la luz del sol que caía sobre el puesto. La señora levantó la vista; ni siquiera les había visto llegar.

Eran un padre y sus hijos; él era un hombre de edad intermedia, ni joven ni viejo. Era alto y de complexión atlética; tenía un cierto aire militar, cuello ancho y pelo corto. Vestía al descuido, vaqueros, camiseta con alguna frase en inglés y zapatillas deportivas. Llevaba un bolso en bandolera. El estilo de los chavales de hoy, pensó. De los pequeños que habían usado aquellos juguetes, muchos años atrás. Los niños miraban la mercancía entre curiosos y tímidos, pegados a las piernas de su padre. La niña, la mayor, se mordía las uñas; el hombre le apartó cariñosamente la mano de la boca. El niño alternaba miradas sonrientes con giros de la cabeza, para  ocultar la cara a la vista de los extraños.

La niña miraba una muñeca de cara redonda, cubierta con un vestido blanco y amarillo. Sujetando la melena negra, una diadema de lunares en los mismos colores. Era la preferida de la colección. El niño, mientras tanto, ya había cogido un perrito de peluche con grandes orejas, de color marrón canela. El peluche que los niños mas pequeños de su casa, cuando la señora era mas joven, usaban para dormir sin miedo por la noche.

"¿Podemos quedárnoslos, papi?" Preguntó la niña, mientras el niño, sin soltar el perro, miraba fijamente hacia arriba. El padre no decía nada; miraba a la señora, miraba su gesto apenas perceptible, el brillo en su mirada al contemplar aquellos dos juguetes. Lentamente, hurgó en su bolso, sacando su cartera, y extrajo un billete, sin apartar la vista de ella, en una mirada seria pero cálida.

"Están en muy buen estado", dijo al fin. "Nos llevamos los dos". Los niños, muy contentos, abrazaron los juguetes. La niña acunaba la muñeca, mientras decía: "La voy a poner en la cabecera de la cama, papá. Va a ser mi preferida." La señora, mientras tanto, metió la mano en el bolso para sacar la vuelta, pero el hombre la detuvo con un gesto de la mano. En su boca había una sonrisa.

"Los cuidarán bien" dijo, y empezó a andar, seguido de sus pequeños. La señora le miró por última vez mientras asentía levemente con la cabeza. Luego dejó de ver como se alejaban, miró otra vez al frente y, ahora si, la lágrima salió, descendiendo despacio por la mejilla hasta la leve sonrisa que, también a ella, se la había dibujado. Si tenía que ser, que fuera así, se dijo. Al menos ya no eran rescoldos de una vida pasada, ya que volverían a alegrar una habitación, unos ojos infantiles Permanecerían de verdad en la memoria; en la de un niño, un padre, una madre o unos abuelos. Al menos todo continuaba; al menos, cuando ella se fuera, alguien, fuese quien fuese, miraría con su misma mirada aquellos regalos tan preciosos.




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