domingo, 19 de agosto de 2012

EL ENCUENTRO

Miraba para su sombra, fantasma vacilante a la luz de las farolas, mientras caminaba con pasos un tanto erráticos en dirección a su casa. Los riachos producidos por el riego de las aceras le mojaban los pies; sentía que le subía por el cuerpo el frío del amanecer, en el que ya se adivina el otoño que viene. Se arrebujó en su chaqueta con un respingo.

Tenía la boca como si hubiera chupado un cenicero, y la mirada como si se hubiera quedado contemplando su fondo lleno de cenizas. La cabeza le daba vueltas, ocupada en el pensamiento que había querido borrar al principio de la noche; el único que quería eliminar de su cerebro cansado, y el único que le acudía en la hora de volver.

Cuando se cruzó conmigo, alzó la vista y me sostuvo la mirada con sus ojos turbios. Entreabrió la boca como para decirme algo, pero no dijo nada. Quizá fuera solo producto de la sequera. Pero era indudable que me había reconocido. Como otras veces. Yo también quise decir algo, pero me fue imposible. Quedamos uno frente a otro semejando un espejo en mal estado.

Endureció un poco su gesto y, sin mediar palabra, se alejó. Yo estaba quieto, de pie, en la esquina tan familiar donde nos habíamos visto mas veces, donde seguramente me vio la primera vez. Comprendí que esta vez no le gustaba lo que había visto. Le vi alejarse con su andar algo torpe, sin mirar atrás, vuelta la mirada, vacía y sin brillo, al suelo.

Cuando se perdió de vista, suspiré y mire al cielo, que empezaba a clarear. Y me pregunté, una vez mas, porqué había acudido, puntual, a mi cita, sin pretenderlo. Ni desearlo. Por qué, como si fuera una revisión de rutina, me sometía a aquel escrutinio que me disgustaba, dejándome marcas en el corazón. Por qué no me daba la vuelta, simplemente, y me marchaba a otro lado. O avanzaba hacia él y le rompía la cara.

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