jueves, 23 de agosto de 2012

DESPUÉS DE LA TEMPESTAD

Caminaba por la llanura, con la ruta marcada, constante y veloz, cuando el viento cambió. Primero fue un súbito frenazo; luego llegó el huracán, que le cegó y le tiró al suelo. Al caer, envuelto en remolinos de aire, dio de bruces con su rostro en la arena. Era imposible levantarse; la fuerza del aire impedía cualquier movimiento y amenazaba con enterrarle vivo.

Intentó levantarse, mientras escupía arena por la boca. Estaba cegado y aturdido por el golpe y el zumbido del aire; los ojos le lloraban, y le escocía la piel. Caminó unos pasos vacilantes y luego se derrumbó, hecho un ovillo, tapándose la cabeza con las manos.

No pudo calcular cuanto tiempo permaneció así, acurrucado en el suelo, manoteando con desesperación cuando la arena empezaba a cubrirle, los ojos cerrados hasta pegarse, sin atreverse a abrir la boca, sin mas hueco en su pensamiento mas que para aquella negrura.

De repente, el viento amainó, cesó la tempestad. Al principio no se atrevió a moverse; tenía miedo de recibir otra oleada de viento y arena. Estaba semienterrado y cubierto de polvo. Era incapaz de abrir los ojos y se moría de sed. El tremendo silencio le desconcertaba y le impedía pensar.

Había perdido su rumbo. Miró adelante y ya no tenía ninguna referencia, no se adivinaba ninguna ruta. Miró atrás y no vio nada; toda huella había sido borrada. Echó a andar, con paso torpe al principio, más seguro después. Solo tenía una seguridad: él marcaba su propio camino.

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